A Shaky, nuestra gatita
dos días después de su muerte.
Nunca pensé que un animal pudiera
dejar tanta estela de cariño.
Cuando el olor de la tierra se mezcla
con los sonidos, deteniendo el tiempo
en las ramas de los árboles, entonces fue
cuando la noche se pegó a tu cuerpo
con notas de madrugada.
Blanco y negro fueron los versos
de tu piel. Negro y blanco
en perfecta armonía
con paredes y rincones.
Te agarraste el aire, interrumpiendo
el vuelo perfecto del movimiento,
giros de una geometría exacta,
sin cálculo aritmético de una caza certera.
Tu mirada furtiva se arrastra por los rincones
con un juego mimoso y atrevido.
Imposible deambular por los pasillos
sin sentir el cálido giro de tus ojos,
ese sentimiento felino de perdón.
La huella de tu cuerpo permanece
en cada espacio compartido.
Cómo borrar esa sensación de seda,
cómo descifrar ese estar salvaje
de mañanas y atardeceres.
Cada grito callejero suena a tu voz; cada movimiento
parece desvelarte; cada rincón habla de ti,
de tus saltos tras el nudo
de un plástico ruidoso.
Quién te reprochará
ese saltar de cabriolas,
quién.
No entiendo esta suerte de tu paso
que ahora nos deja en el vacío de los gestos,
con el eco dolorido de un silencio
que se adueña de las sombras.
Cuando el calor rebotaba en los balcones,
sin esperar las sílabas frágiles
de la madrugada, la noche
te sedujo con su magia de luces.
Negro y blanco, susurran tu muerte
en los versos de tu cuerpo. Blanco y negro,
de porcelana esparcida en las aceras.
Negro y blanco arañando las raíces
de un olivo.