A todos los que dicen creer en Dios
y a los que tienen el valor de admitir su agnosticismo. 1
En esta armadura de luz
las palabras
llenan el espacio
del Dios que un día forzaron
a salir. Nada importa
sin el convenio de la sangre.
Era de mañana, cuando se lo llevaron,
muy de mañana, cuando la aurora
se trabó con el canto.
Después fue distinto.
El alma se volvió para ver
el eco de su presencia. No había huellas,
sólo rostros vacíos.
2
Le pusieron mordazas al fuego
de la palabra. Donde había dios
ahora hay anhelos, un leve rastro
de presencia herida.
Sofocaron la voz,la soledad
levantó muros en la raíz
del abismo.
Herido de vacío,
el corazón indaga en el gesto
de lo bello,
busca por los portales para luego volver
cargado de madrugadas.
Algunos argonautas dicen que le vieron.
Qué cobarde es el tiempo
que esconde su perfume
y borra la huella de su paso.
3
Siento la tarde
con olor ácido de nada.
No quiero pensar, ni ser querido,
ni sofocar esa memoria infeliz
donde Dios es el dolor
de una traición.
Sólo deseo la luz
que no sabe de miradas.
Las nubes surcan mi frente
para no ver por donde se va.
Salta el invierno en este bosque
del alma hasta desgarrar
la inercia de la sangre.
Hay tanto Dios en los labios
que hablar es un sacrilegio.
Sobre mí
resbala su llanto.
4
¿Por qué pensar en dios
si ahora tengo quien me quiera?
Mis ojos miran
otro paisaje. Otro fuego
desnuda el alma. Otro sonido
la mantiene.
Aunque frene el grito, su nombre
viene a mis sueños y lo envuelvo
en este cuerpo transido de temor.
Desciendo a la inquietud primera.
Un ángel guarda la entrada.
El Paraíso está cerrado.
Publicado en El vuelo de la Palabra, 2007