Hace unos días mi hijo pequeño de
tres años y yo tuvimos un accidente a las puertas del colegio. Eran las nueve
de la mañana, recién abiertas las puertas de la entrada del ciclo de infantil.
Los padres que habían dejado a sus hijos ocupaban la acera de acceso y nos
obligaron a tener que salir de ella porque era imposible pasar. En la vía de
servicio, la mala fortuna hizo que mi hijo se asustara de un coche y saliera
corriendo tropezando hasta caer sobre las grietas del asfalto cortándose el
cuero cabelludo. Cuando pedía ayuda nadie, nadie, se acercó para echarme una
mano. Todos iban tan entretenidos en sus conversaciones y prisas que otro
asunto parecía superarles.
Tuve que parar a un coche para
que me llevara al centro hospitalario. El conductor muy amable no sabía cómo
sortear los obstáculos de rotondas y cedas el paso. No sé quién es este señor que me ayudó.
Siempre le estaré agradecido. Su cara no se me olvidará como tampoco la de
aquellos que miraron para otro lado. Menos mal que, en medio de la insolidaridad,
el ser humano tiene estos rasgos de ayuda al prójimo.
En el hospital sentí el alivio de
estar en manos de unos buenos profesionales. Les agradezco su buen hacer con mi
pequeño, que lloraba desconsolado, y conmigo, bastante nervioso. La sanidad
pública, nuestra Seguridad Social, creo que es la mejor. Al chico le hicieron
pruebas, hasta un TAC, para descartar trauma craneal. Al final de la mañana le
dieron cerca de veinte puntos de sutura. Después de dos días de observación ya estamos
en casa. Repito, agradezco a todos los que
nos atendieron en el Materno Infantil su buen hacer y profesionalidad.
No le deseo a nadie el susto que
pasé ni siquiera a los que se desentendieron del asunto, como si con ellos no
fuera. Nunca, como en esos momentos, he tenido esa sensación de abandono, de absoluto
desamparo. Había salido sin móvil y sin dinero. Quién se iba a imaginar lo que,
en segundos, sucedería frente a mi casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario