martes, 4 de julio de 2017

ULTRAMOR. Ojos que no ven, corazón que presiente.



            Ultramor, tercer libro de Alfonso Brezmes después de La noche tatuada y Don de lenguas, editados también por Renacimiento.

            Con este libro Brezmes cambia su forma de con-jugar las palabras construyendo unos versos más directos y profundos dirigidos a los locos (pg.9), como él dice.

            El poemario se abre con una cita de Kafka que más bien parece una declaración de intenciones del propio Alfonso Brezmes. La obra está dividida en dos partes con unos títulos recogidos de la expresión “ojos que no ven, corazón que no siente” que nuestro poeta, sagaz él, cambia en el segundo tramo con la frase “corazón que pre-siente”.  Este cambio de la expresión da idea de esa manera inteligente que Brezmes tienen para hablarnos de una intención más allá de lo que simplemente se observa.

            La primera parte está formada por 34 poemas. Aquí, en este “ojos que no ven”, el yo literario comienza preguntándose por ese “locus” existencial que conforma el ser, ese que “rema en un mar de plomo” (pg. 13), por el que no pretende “pararse”, sino que es donde “revive” y “late/en el dulce formol de las palabras” (pg. 14). Con estas expresiones el poeta arranca aunque diga que “no sabe muy bien por dónde empezar” (pg.15).

            Este primer apartado, con tonalidades platónicas, el poeta aparece como un ser de búsqueda, alguien que va más allá de lo dado. Es una especie de breve tratado sobre el creador y sus encuentros con la palabra como luz.

            Comienza por la historia misma del poeta, de ese que “inauguró con palabras de miel la época del ruido” (p. 16). Un poeta a lo Proust donde el tiempo, el recuerdo, se siente en forma de “dulcísima/ y amarga magdalena de la infancia” (pg. 17).  Este tiempo, este espacio se vuelve inquietud y búsqueda en los versos de unos (poetas), “nadadores”, que “se adentran en el mar/ por el puro placer de deslizarse” (pg. 18). Esta es en definitiva la manera de ser del que crea, alguien que disfruta hilvanado palabras.

            El poeta reclama la presencia del tú lírico al que ruega que le espere en ese lugar, virgen, donde “el mundo huele aún a recién hecho”. A ese tú le pide que vaya “dejando guijarros en la niebla” para evitar la confusión del no saber volver; y le ruega esconderse “en un pliegue de la tarde” para que cuando él, ese yo -como novio esperado- llegue, sea “el tenue resplandor de () las pupilas () el único faro que () guie/ a los acantilados escondidos/ por donde despeñar () oscuridad”. Esta es la preocupación del poeta, salir de la ignorancia y mantener la luz para seguir buscando “ese lugar () como un templo: / (donde) existe lo posible/…/ el oscuro animal de la esperanza” (pg.21). El poeta, -ese yo lírico- dice nacer “en un pecio que emergía/…/ con todos los libros que iba a leer, /y los poemas que iba a escribir.”(pgs. 22-23). Más adelante dirá, con tonos de nostalgia, que el poeta elige vivir en (una) “ciudad de inviernos…/ para poder soñar lo que (le) falta: /aquella isla, la luz,…/ donde brilla oculto ese tesoro/ que un día enterr(ó)  junto a (la) infancia “(pg. 24).

            El yo buscador de esperanza, -el propio poeta- antepone el silencio a la escritura. Así dice, “hoy no quise escribir para escuchar/ el dulce percutir de las palabras, /… / el corazón de todos los silencios.” Es la razón misma y la esencia de la creación, la vocación del poeta, dejar que la palabra llegue en el silencio, en la noche del verbo, en esta noche que “es ahora/ el lugar de todos los advenimientos”. (pg. 25). Porque el hecho de escribir está- en un sentido metafísico- en esa otra parte donde “las cosas cambian de lugar/ y las viejas historias recuper(a)n/ la frágil densidad de lo posible.” (pg28).  Por ello hay que salir de la luz para recuperarla o mejor hay que enfrentarla para dejarse invadir por ella y quedar ciego, como Homero, Borges, o Brezmes, dejando un rastro de oscuridad, en esa “casa sin puertas/ cuyo muros son palabras” (pg.29).

            Después se trata de escuchar, como dice Bizet, cita con la que arranca uno de los poemas, “todavía creo escuchar/ oculto bajo las palmeras/ su voz tierna y sonora…” Escuchar, y soñar evitando que la mirada se refleja en los espejos porque estos provocan miedo. Sí, mirar en el alma es un atrevimiento que provoca vértigo y el poeta lo sabe por eso mismo es mejor soñar “huyendo de la realidad y sus disfraces” (pg.33). “Frente al espejo hay un hombre, /…ese hombre es el recuerdo/solo proyecta lo que tiene detrás” (pg. 48). Este es el precio de lo impar, del ser uno-único, “despertar y no verse reflejado en el espejo” (pg.51).

            Con esto el yo lírico nos lleva a una compresión no del estar sino del ir.  Porque no se está se va, y se vuelve. Un continuo moverse con “una moneda/…/ siempre en el bolsillo”. Con una pieza, sin valor, como testigo de lo permanente (pg. 37). A veces, es el alba- el nuevo comenzar todo- quien sorprende en este volver a seguir soñando de “los despiertos”. “Tardó en llegar el alba silenciosa/ y nos sorprendió dormidos/ cuando tú, mi sombra rezagada, / volvías de regreso ya a tu hogar” (pg. 41), a este hogar donde sólo hay silencio y escucha atenta, porque “el poeta no es de este mundo” (pg.43), pertenece a ese mundo donde la imagen es la realidad más pura. El poeta es “el hombre que un día quis(o) ser” (pg. 45). “Siempre sucede así. / La ubicación espacial no es fortuita…/ Todo se funde, la realidad comienza a desdoblarse” (pg. 49). Importa cerrar los ojos para saber que “estás aquí/…/ Y basta” (pg.53).

            La segunda parte, con 32 poemas, el poeta nos sitúa ante un “corazón que presiente” indicándonos que lo importante es la intuición (deseo) de la realidad, más allá de la propia realidad: “no existe la realidad/ es du deseo el que la hace posible” (pg. 15). Con estas expresiones de texturas metafísicas y platónicas, lo espiritual toma un sentido casi corporal.

            Esta sección, se inicia con una invocación a la señora de las sombra (pg. 57), aquella que frena el tiempo, ese que –inexorablemente- nos acerca al final. El tiempo, nos enfrenta con la realidad más real, aquella que “nos encontró despiertos”-dice- (pg. 59), dejando lo ideal en el sentimiento profundo de una pregunta sin resolver. Estar despiertos en esta realidad confunde dejándonos a merced de una paradoja, la de no ser y ser: “los fantasmas no existen, porque los fantasmas somos nosotros” (pg. 58). El tiempo, ese que el poeta puede detener con un Nevermore,:  “en su palabra todo se det(iene)” (pg.62). Porque la palabra escrita hecha literatura “siempre vence” a pesar de ese sentimiento kafkiano que acompaña a quien escribe: sentirse libre en la cárcel de su ser mismo (ver pg.64).
            El tiempo, que el poeta nos expone en esta segunda parte, es algo más que tiempo cronológico, es el camuflaje “de hechos cotidianos, de pequeños accidentes impalpables/ que poco a poco nos devuelven a la vida” (pg.68). Ese tiempo, se transforma en droga de la noche que “vuelve/ con su dosis exacta para hundirse/ en la tinta sedienta de palabras/ y con ellas iniciar sobre el papel/ su viejo ritual de apariciones” (pg.69). Es en la noche y en sus silencios donde “todo lo que no soy yo-dice el poeta- llega a mí y me señala” (pg.70).

            Este tiempo ideal reafirma, se encuentra en el recuerdo, y el poeta lo sabe, considerándolo un “peso invisible”, un “extraño pasajero” con el que se “viaja hacia el ayer, /sentado en un asiento de tercera” (pg.75). Sí, el recuerdo, ahora memoria, que el yo literario reclama: “Ven,…, habítame, /olvida ya sus ritos fúnebres/ y dispón sobre la mesa/ ese ceremonial de exhumación/ con el que invocas a los muertos.//….// Habla,…, cuéntame/ otra vez mi vida…” (pg. 77). Porque es en la memoria, dice el poeta, donde hay que crear la realidad (el mundo ideal). Así, con el más puro instinto platónico indicará que “aquí solo es posible: allí tan solo puede ser real” (pg.78). Para el poeta todo es reflejo: “las llamas sobre el juego de té…// El sol sobre tus gafas…//…//mi pálido fantasma en la pantalla…” (pg.81) A pesar de todo, en este vivir imaginado, soñado, siempre hay un día después, “un instante en el que gira el mundo//…y nuestra mirada encuentra al fin otra mirada, / y la vida logra de este modo detenerse, /y el corazón puede por un tiempo descansar” (pg.82). Ese es el corazón que el poeta del misterio y del terror romántico, Edgar Allan Poe, entrega “al que va a nacer” (pg.83). Porque el poeta está naciendo a una nueva forma de crear y mirar lo que le rodea.

            Junto al tiempo, los sueños, esos que los poemas emplean (pg.71), esos donde el poeta está “sumergido” y desde donde tiene que emerger y “salir afuera” a rescatar (¿la intuición poética?). El sueño del poeta le lleva a considerar la realidad centaurina de ser hombre-animal. Un binomio que el yo literario subraya al decir “que siga durmiendo / el antiguo animal que me habita /para que, cuando logre salir, / sea yo también el que salga/…/ y alguien dirá que nos vio/ claveteando de pasos la noche, fundidos en una sola montura” (pg. 85). Estos versos recuerdan la imagen de Sagitario donde el instinto y la razón traban una lucha constante. Será esto lo que quiere decirnos el poeta, que hay que superar esa lucha donde la razón (parte de la realidad) quiere sofocar el instinto –la intuición-. Por esto, en esta segunda parte del poemario, importa soñar, intuir, dar luz a la razón ideal. El poeta sueña, imagina lugares “que, de tanto imaginarlos, / poco a poco se desplazan, / hasta aparecer un día/ en otro punto del espacio.” Es vital estar “donde otros nos sueñan/ y nunca estemos aquí/ donde nadie nos nombra” (pg.87).

            Termina la segunda parte con un “aviso a navegantes” donde la realidad nombrada es el silencio, ese lugar existencial, donde el poeta sabe “no decir”, y aprende “a escribir…/ a yacer callado en las palabras.” Esta es la esencia de la creación, este es el hábitat del poema: El silencio, “donde los pájaros se posan/…/ con la emoción apenas contenida/ de aquello que está a punto de decirse” (pg. 90).

            Esto es Ultramor, un haber de ausencias, de batallas, de paisajes nevados, de suburbios donde duermen los niños vagabundos”, un “museo muy blanco del que escapa/un pequeño ladrón de guante negro/que lleva bajo el brazo tu retrato” (pg.93). Ultramor, la historia de un deseo poético que lucha entre el aquí y el allí dejando que el sueño frene el chronos, permitiendo que el ser nuevo surja hasta que la luz interior gane. Así es ese ser de “ojos que no ven”, el poeta, capaz de mirar otra realidad (imagen). Alfonso Brezmes lo sabe. Sí, sabe que el tejedor de palabras-el poeta- tiene un “corazón que presiente”, que intuye, por encima del tiempo, dejando que la realidad ikónica –presentida- supere a la propia realidad. Este hecho se da a entender en los versos de Ultramor haciendo ideal, bello, todo lo que mira.


            Brezmes ha trazado en este libro un gran poema sobre el hecho mismo de la creación. Al contrario de John Keats, en su “belle dame sans merci” (mujer sin piedad) donde el amor y la muerte están siempre presente, nuestro poeta resuelve con sus versos lo terrible del “aquí” con la esperanza de la luz, con la palabra escrita. Esto hace que esa realidad imaginada (ver pg. 58) mantenga al poeta en constante vigilia, despierto, recreado el Jardín primigenio, dándole sentido a vivir. Se recomienda Ultramor a todos aquellos que perdieron la ilusión y dejaron que sus sueños murieran en el ruido del aburrido cotidiano. 


ULTRAMOR. Alfonso Brezmes. Editorial Renacimiento. 2017

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