Fijos los ojos en las luces cambiantes
de un semáforo, esperando
la manifestación
del verde,
y el instinto animal
en posición de ataque.
No sé qué guerra mantengo.
Sólo sé que estoy perdido
en esta madeja urbana. El día
acaba de empezar.
Los motores respiran la avenida,
algunos engullen música, otros discuten.
Delante un joven rumano
pendiente de su hambruna,
con intención de borrar el océano
de mosquitos
aplastados sobre el parabrisas.
Se repite un largo vía crucis
de semáforos y peatones
ajeno a las flores
de los setos que crecen
con alma propia,
sin el consuelo de un jardinero.
De vuelta a casa la sonrisa de un vecino
y las cartas del buzón me hicieron cerrar
el armario de la calle
y silenciar el ruido. En la séptima hora
concluí el programa
aunque el mundo
seguía
por hacer.
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