Desde el balcón de sus ojos miro
el último reflejo de la tarde. Todo
sigue encendido. Nadie se atreve
a pagar la luz de las persianas.
Mientras veo la avenida los perros
del vecino reclaman la acera
pero los pies del basurero son más listos
y esquivan los ladridos atrapados
en la esquina.
Estoy convencido que la suciedad
de los cristales no justifica la polución
de la calle ni la estupidez de los que
no saludan en la antesala del dentista.
Dejo de mirar para envolverme
en la sorda calma de esta tarde
de julio.
Un sonido en la puerta fractura
la febril soledad que anida
en el pecho. Siento
como el silencio tuerto
de la medianoche
pide perdón a los ruidos
que, transeúntes, se dejan mecer
por las horas de brisa que sana
las paredes de esta habitación
a punto de arder.
Por fin, la noche desplegó su reino
de plebeyos y buscones. Y tú volviste
bajo la atenta mirada
de las lechuzas. Nadie te impidió la entrada.
Sólo el sueño detuvo tu felino deseo
y pasó la página del día primero.
Después,
el infierno hizo de las suyas.
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