No es fácil encontrar un poemario
que exprese, en pocos versos, aspectos importantes sobre la vida y el tiempo.
Sin embargo, el libro de
Rodrigo Garrido Paniagua,
La primera vez que vi un animal murto, editado por Difácil, lo
consigue.
El
poemario es un conjunto muy bien formado.
Desde la portada se descubren notas de atención sobre lo bello y la vida. En
ella aparecen dos elementos, la ilustración y el título de la obra, que hacen
que el lector avisado pueda intuir la intencionalidad de esta creación de
Rodrigo Garrido. Desde este frontispicio se aprecia un diálogo entre lo eterno
y lo efímero, entre la vida y la muerte, donde la temporalidad juega un papel
importante.
Al
detenernos en el dibujo de José María García, observamos a King Kong en lo alto
del Empire State. Este obedece a unos versos del libro: “Su corazón late/ tan acelerado/ como una luz más de la ciudad.”
(pg.18). Un guiño al amor imposible, a
la derrota de la bestia ante la belleza deseada. Con esta imagen de portada, el
artista complementa lo que es el contenido del propio poemario. Por otro lado, el título La primera vez que vi un animal murto, sacado de unos versos de la
página 24, nos habla -como el dibujo de portada- de la sensación que se tiene
ante los retazos de la vida que se va.
Si
vamos del continente al contenido de la obra y nos adentramos en ella,
encontramos que en cada una de las cuatro partes en las que se divide, Rodrigo
Garrido marca un fragmento de una historia íntima, la del yo literario que
enfrenta la vida y el tiempo, como arriba indico.
El primer capítulo aborda la intimidad
del propio ser anotando el cómo PERDER
LA INTIMIDAD. En este bloque de poemas el yo literario lleva al lector profundizar
en lo atemporal y eterno ante el tiempo y la realidad (es) que perdemos. Esto
supone una pérdida de inocencia o de intimidad como el poeta dice: abrir los ojos/hacia dentro/ es perder la
intimidad. (pg. 11).
De
entrada, la intimidad se pierde cuando tomamos
conciencia del extrañarnos ante lo que nos rodea, esto que a veces es como
no querer saber lo que ocurre, como si se mirase en un espejo, donde basta con la imagen doblada de uno mismo (pg.
11). Por esto, el yo literario subraya: siempre
dudé pronunciar/ de mí lo real/ porque la palabra propia/ duele. Es así,
surge el dolor ante el temor de lo que no se acepta. Sin embargo, este temor se
amortigua cuando el poeta advierte que como
polvo en suspensión, descenderá/lento/ sobre lo escrito (pg. 13). Esta expresión
subraya la escritura como una forma de terapia que ayuda a sobreponerse del
disgusto provocado por la realidad descarnada. En este punto del poema, como en muchos otros,
el poeta juega con la estética de los
versos para hacer evidente ese descenso a la página en blanco donde la creación
da forma a esos trazos de pérdidas de intimidad.
Perder
la intimidad es, también, descubrir la variabilidad del yo, este yo
que afirma los espacios construidos para terminar diciendo que, al igual que un niño que señala / quisiera
volver a ignorar el verbo. (pg. 16). Junto a esto se anota lo efímero de lo
aparentemente sublime. Lo pasajero está en todo menos en la mirada porque “la belleza/ no se encuentra en lo observado”.
Un versos genial, este último, que separa -a modo platónico- la idea de
belleza de su correspondencia en el mundo aparente. Lo real es lo infinito y
ahí, en esta abstracción absoluta, el poeta trasmite la sensación de estar a salvo
de la muerte. Así, en ese espacio de lo bello es donde el yo literario se
siente “un hombre que sueña/ con algo
inalcanzable/ y que duele” (pg.18). Duele porque fenece.
A
propósito del morir importa la pregunta que el poeta se hace a modo de incipiente
reflexión: ¿será la perdida /lo que me
impide afrontar/ la visión de lo inerte? Porque lo que no se mueve, el vacío, es una
realidad de la que se huye. No hay dudas,
es en la búsqueda de lo eterno donde el yo se encuentra con lo efímero,
con el espacio que no le corresponde y rechaza y que ineludiblemente tiene que
aceptar. Aun así, “se olvidan momentos
trascendentales/ como si con ello aplazáramos un veredicto” (pg. 24).
El
segundo capítulo, PRONUNCIAR LO QUE SE
TEME, es una continuación temática del primero. Este comienza con una confesión valiente hecha
por el propio poeta diciendo no saber todo y especialmente de “la escena que nos acompañará a la muerte”
(pg. 27). Esta incapacidad es la que le lleve a la actitud creadora que –aunque
tarde- le hace disfrutar de los días felices y con esa actitud positiva comenta
“uso aquí los versos// anticipo el
instante,/ fantaseo con la posibilidad poética de contener el infinito”.
(ibd.) Otra vez la preocupación de agarrarse a lo eterno como la condición sin
la cual es difícil seguir.
Hay
que hacer girar la vida, “en sentido
contrario al de las nubes” y atreverse a observar “la secreta profundidad del hombre” y preguntarse aunque este hecho
suponga un peso (pg. 29). Preguntar es
pronunciar, evidenciar, acercar el tiempo. El poeta se reconoce “tiempo en minúsculas” y es a través de
esto como se advierte el vértigo y la prisa a la que intenta darle sentido (pg.
30).
En
esta línea temática de la temporalidad el poeta construye dos metarrelatos el
de la vida y el de la muerte.
La
vida es asimilada a la felicidad diciendo que el ser humano, desea la felicidad –continua- su plenitud hay que buscarla (pg. 31). Esa felicidad de la carne,
que en versos finales, dirá el poeta, “apenas nos roza con sus labios inocentes”
(pg. 64). Junto a lo vital deseado aparece el temor a perderlo, y esto mismo
que nos hace infelices hay que pronunciarlo, por ello-dice el poeta- que “toda nuestra herencia / se reduce a esta
sala de espera/ en la que enumerar motivos para la vida” (ibd.). Enumerar
es pronunciar de forma exhaustiva.
En
el reverso de la misma moneda la muerte,
una realidad presente en todo
momento y de la que el poeta dice “que, /… / siempre estuvo a la misma
distancia” (pg. 32). Con este hecho de la muerte se vuelve el temor de la
fragilidad. Para evitar que esta levedad del ser haga daño hay que pronunciarla, porque al verbalizar el
dolor el ser torna conciencia de él y lo
acepta como parte de sí mismo. El autor dirá, constatando este hecho: “NOS
ABRAZA LA ENFERMEDAD/ COMO UN BOSQUE AMARILLO. A pesar de todo, seguirá
reflexionando, “me cuesta aceptar que la
muerte/ sea nuestra invitada a cada paso” (pg. 34). Magnifico guiño al tempus fugit de los clásicos (Virgilio).
Estas expresiones son cuestionadas al decir: “¿cómo
ganar el tiempo?/ ¿Cómo estrenar la ciudad cada día?”.
Escribir
sobre la vida y la muerte no es más que hacer hincapié sobre el
hecho mismo del existir. Basta mirar los poemas finales de esta segunda
parte para comprobarlo. Un existir ante
el que se tiembla. Merece leer estos versos que nos vuelven a retrotraer a
los clásicos:
Es lo
excepcional,
la vida,
un paréntesis
caprichoso
que nos salva
brevemente.
del largo anonimato de la ausencia (pg. 37).
Pensar la existencia es también
una forma de pronunciarla, de hacerla evidente sabiendo de su levedad porque “pensar en la existencia/ provoca un vértigo de gloria en ruinas”
(pg.39)
El
tercer capítulo. PATRIMONIO EN LLAMAS,
se abre con un poema que subraya aquellos lugares donde la emoción crece como
un lenguaje diferente, y hace llorar. Espacios que, como dice el poeta, nos
escogieron: “yo nunca elegí/ ser hijo de
estas fronteras/pero la costumbre/nos hace amar un tiempo y un espacio.”
(pg. 43). Este patrimonio es la propia
memoria que el poeta explana en los versos tomando ahora, como metarrelato, los cuadros de Hopper, el pintor del silencio
y de la soledad. “Espacios donde llegar a pensar el tiempo”, porque “en los cuadros de Hopper/ permanece el
tiempo.” Interesante como el poeta indica que es el tiempo de lo vivido, de
la memoria, de la que se siente culpable.
Esta memoria (tiempo pasado), su peso-dice- “me hará mirar, / cada vez más y más/ hacia abajo” (pg. 53). La
memoria, el tiempo recordado lo siente arder, consumirse con la expresión
“hacia abajo”.
Por
otro lado, el poeta es consciente que la memoria, se consuma o no, arda o
permanezca incólume es algo connatural al ser humano. Este no pierde la costumbre
de mirar hacia atrás haciéndose consciente que “no es basura/ aquello que persiste en la memoria”, “hermosos tiempos vencidos /donde una vez
fuimos dioses para siempre” (pg. 54).
La memoria como tiempo vivido es protagonista
de la mayoría de los versos de esta tercera parte. Tiempo-memoria- que remiten
al deseo imaginado:
“acuden/ para envejecer, /tiempos que uno
siempre duda haber vivido” (pg.49). Tiempo y vida: “El tiempo no solo habita en el interior de los bosques/ escribí una vez”
(pg. 53).
En el centro de
esta preocupación por los elementos
espacio-temporales el poeta coloca una nota característica del ser humano en
evolución como es la de observar: “quisiera
haber sido, / por ejemplo, /un mirlo que observa el mundo” (pg-.45). Este
hecho de la observación es lo que provoca la extrañeza en los versos del primer
capítulo.
Se cierra este apartado del tiempo y la memoria
con unos versos elocuentes que merecen
ser traídos a estas líneas:
Envejecemos a cada golpe de
palabra
porque
la
palabra es el fuego
que consume la misma realidad
que crea.
Aunque se ignoren
de
los espejos
sus zarpazos,
un temblor de humo permanece:
Todo lo que arranqué para mi
memoria
(pg.
56)
Hay
que aplaudir estos versos finales porque,
cada uno de ellos, nos lleva al centro
de la existencia misma, a la memoria de lo que uno es, a ese
existir que nos hace conscientes de la fragilidad y como se apunta en el capítulo anterior, “provoca un vértigo de gloria en ruina” (pg. 39).
El
último capítulo, TODO LO QUE VEO ME
SOBREVIVIRÁ, completa este diálogo
vida-tiempo que el poeta ha ido entrelazando en la emoción de los
versos. La vida como el soporte y el tiempo como el genio que la transforma.
En
el primer poema el yo literario aparece como un yo solidario que comparte
intervalos especiales y diferentes con los demás. “No lo sabíamos / pero habíamos de coincidir/ todos/ en este preciso
intervalo” (pg. 60). Un yo que tratará de observar, de ver cosas con
apariencia simple, intrascendente: Una piel de naranja sobre el asfalto gris, porque
este “puede ser un fragmento/ de
atardecer precoz/ // pero también /un ala/incendiada de Ícaro” (pg.62); O
una inocente miga de pan, porque esta puede hacernos descubrir “primero, /la oscura inmediatez/// y
rápidamente la prisa en cada paso” (pg.63).
Otra
vez se vuelve a insistir en la temporalidad al decir: atardecer precoz, la prisa en cada paso, marcando el momento de la
observación. En los versos finales el
poeta volverá a las consideraciones clásicas del tempus fugit, diciendo que “el
tiempo es un amante rápido y descorazonador” (pg. 64); u otros versos en
los que se subraya “que lo fugaz que nos
habita sea la vida apetecible”. (pg. 67).
En
este contexto el yo literario apunta a un estado de coherencia y de honestidad
vital en LO QUE ME QUEDA DE VIDA, dice:
La paciencia
conque la gravead
vence a las manzanas,
y dentro de mí
ese impulso desconocido
que me hace huir
y huir
de todo aquello que se pudre. (pg. 66)
Mirada,
observación, y tiempo se mezclan ante “ese
instante oscuro/ y para siempre,/ algo irrepetible/ que lastime lo enfermo de
la vida” (pg.69). Porque, dice el poeta, “mis ojos observan / su
porción de mundo/ convencidos de lo excepcional, // como si la vida dependiera
de un descuido” (ibíd.)
Terminará
esta última parte con imágenes que hablan de la vida y que a su vez nos llevan al símbolo de lo materno: así, la luna, que dice “está llena / de la esperanza del náufrago” (pg. 70); o la imagen de
los pecho, que muerde “para ser inmortal” (pg.71) Esta última
imagen recuerdan las pinturas renacentistas de la galactofusa –de la madre
nutricional, acentuando la vida. Sobre esta última el poeta volverá con unos
versos que hablan de la vía láctea cuando expresa: “de los senos del cielo/ brota/ una galaxia blanca” (ibid.).
Esta
vida diseñada entre versos el poeta termina de dibujándola como una realidad
que lleva a emocionar cuando se es consciente de tenerla y de apreciarla por
encima de la muerte. Tan es así que ante esta vida-efímera pero real- el yo
grita “como si fuera el único habitante
de la Tierra” hasta romper “el silencio” (pg.75).
Maravilloso
recorrido, el de este poemario, por los entresijos del ser humano. Versos que
emocionan y que hay que releer como el que retiene en la boca el sabor de una
buena comida. Poemas que enganchan y hacen que el lector se sienta identificado
con lo que se expresa porque hablan de la condición propio del ser: la vida, la
muerte, la memoria, y el tiempo que
pasa.