Ultramor, tercer libro de Alfonso
Brezmes después de La noche tatuada y Don de lenguas, editados también por
Renacimiento.
Con este
libro Brezmes cambia su forma de con-jugar las palabras construyendo unos versos más
directos y profundos dirigidos a los locos (pg.9), como él dice.
El poemario
se abre con una cita de Kafka que más bien parece una declaración de
intenciones del propio Alfonso Brezmes. La obra está dividida en dos partes con
unos títulos recogidos de la expresión “ojos
que no ven, corazón que no siente” que nuestro poeta, sagaz él, cambia en
el segundo tramo con la frase “corazón
que pre-siente”. Este cambio de la
expresión da idea de esa manera inteligente que Brezmes tienen para hablarnos
de una intención más allá de lo que simplemente se observa.
La primera parte está formada por 34
poemas. Aquí, en este “ojos que no
ven”, el yo literario comienza preguntándose por ese “locus” existencial que conforma el ser, ese que “rema en un mar de plomo” (pg. 13), por
el que no pretende “pararse”, sino
que es donde “revive” y “late/en el dulce formol de las palabras”
(pg. 14). Con estas expresiones el poeta arranca aunque diga que “no sabe muy bien por dónde empezar”
(pg.15).
Este primer
apartado, con tonalidades platónicas, el poeta aparece como un ser de búsqueda,
alguien que va más allá de lo dado. Es una especie de breve tratado sobre el creador y sus encuentros con la palabra como luz.
Comienza por
la historia misma del poeta, de ese que “inauguró
con palabras de miel la época del ruido” (p. 16). Un poeta a lo Proust donde
el tiempo, el recuerdo, se siente en forma de “dulcísima/ y amarga magdalena de la infancia” (pg. 17). Este tiempo, este espacio se vuelve inquietud
y búsqueda en los versos de unos (poetas), “nadadores”,
que “se adentran en el mar/ por el puro
placer de deslizarse” (pg. 18). Esta es en definitiva la manera de ser del
que crea, alguien que disfruta hilvanado palabras.
El poeta reclama
la presencia del tú lírico al que ruega que le espere en ese lugar, virgen,
donde “el mundo huele aún a recién hecho”.
A ese tú le pide que vaya “dejando
guijarros en la niebla” para evitar la confusión del no saber volver; y le
ruega esconderse “en un pliegue de la
tarde” para que cuando él, ese yo -como novio esperado- llegue, sea “el tenue resplandor de () las pupilas () el
único faro que () guie/ a los acantilados escondidos/ por donde despeñar () oscuridad”.
Esta es la preocupación del poeta, salir de la ignorancia y mantener la luz para
seguir buscando “ese lugar () como un templo: / (donde) existe lo posible/…/ el
oscuro animal de la esperanza” (pg.21). El poeta, -ese yo lírico- dice
nacer “en un pecio que emergía/…/ con
todos los libros que iba a leer, /y los poemas que iba a escribir.”(pgs.
22-23). Más adelante dirá, con tonos de nostalgia, que el poeta elige vivir en
(una) “ciudad de inviernos…/ para poder
soñar lo que (le) falta: /aquella isla, la luz,…/ donde brilla oculto ese
tesoro/ que un día enterr(ó) junto a
(la) infancia “(pg. 24).
El yo
buscador de esperanza, -el propio poeta- antepone el silencio a la escritura.
Así dice, “hoy no quise escribir para
escuchar/ el dulce percutir de las palabras, /… / el corazón de todos los
silencios.” Es la razón misma y la esencia de la creación, la vocación del
poeta, dejar que la palabra llegue en el silencio, en la noche del verbo, en
esta noche que “es ahora/ el lugar de
todos los advenimientos”. (pg. 25). Porque el hecho de escribir está- en un
sentido metafísico- en esa otra parte donde “las cosas cambian de lugar/ y las viejas historias recuper(a)n/ la
frágil densidad de lo posible.” (pg28). Por ello hay que salir de la luz para
recuperarla o mejor hay que enfrentarla para dejarse invadir por ella y quedar
ciego, como Homero, Borges, o Brezmes, dejando un rastro de oscuridad, en esa “casa sin puertas/ cuyo muros son palabras”
(pg.29).
Después se
trata de escuchar, como dice Bizet, cita con la que arranca uno de los poemas, “todavía creo escuchar/ oculto bajo las
palmeras/ su voz tierna y sonora…” Escuchar, y soñar evitando que la mirada
se refleja en los espejos porque estos provocan miedo. Sí, mirar en el alma es
un atrevimiento que provoca vértigo y el poeta lo sabe por eso mismo es mejor
soñar “huyendo de la realidad y sus
disfraces” (pg.33). “Frente al espejo hay un hombre, /…ese hombre es el
recuerdo/solo proyecta lo que tiene detrás” (pg. 48). Este es el precio de
lo impar, del ser uno-único, “despertar y
no verse reflejado en el espejo” (pg.51).
Con esto el
yo lírico nos lleva a una compresión no del estar sino del ir. Porque no se está se va, y se vuelve. Un continuo
moverse con “una moneda/…/ siempre en el
bolsillo”. Con una pieza, sin valor, como testigo de lo permanente (pg.
37). A veces, es el alba- el nuevo comenzar todo- quien sorprende en este volver
a seguir soñando de “los despiertos”.
“Tardó en llegar el alba silenciosa/ y
nos sorprendió dormidos/ cuando tú, mi sombra rezagada, / volvías de regreso ya
a tu hogar” (pg. 41), a este hogar donde sólo hay silencio y escucha
atenta, porque “el poeta no es de este
mundo” (pg.43), pertenece a ese mundo donde la imagen es la realidad más
pura. El poeta es “el hombre que un día
quis(o) ser” (pg. 45). “Siempre
sucede así. / La ubicación espacial no es fortuita…/ Todo se funde, la realidad
comienza a desdoblarse” (pg. 49). Importa cerrar los ojos para saber que “estás aquí/…/ Y basta” (pg.53).
La segunda parte, con 32 poemas, el
poeta nos sitúa ante un “corazón que
presiente” indicándonos que lo importante es la intuición (deseo) de la
realidad, más allá de la propia realidad: “no
existe la realidad/ es du deseo el que la hace posible” (pg. 15). Con estas
expresiones de texturas metafísicas y platónicas, lo espiritual toma un sentido
casi corporal.
Esta
sección, se inicia con una invocación a la señora
de las sombra (pg. 57), aquella que frena el tiempo, ese que –inexorablemente-
nos acerca al final. El tiempo, nos enfrenta con la realidad más real, aquella
que “nos encontró despiertos”-dice-
(pg. 59), dejando lo ideal en el sentimiento profundo de una pregunta sin
resolver. Estar despiertos en esta realidad confunde dejándonos a merced de una
paradoja, la de no ser y ser: “los
fantasmas no existen, porque los fantasmas somos nosotros” (pg. 58). El
tiempo, ese que el poeta puede detener con un Nevermore,: “en su palabra todo se det(iene)” (pg.62).
Porque la palabra escrita hecha literatura “siempre
vence” a pesar de ese sentimiento kafkiano que acompaña a quien escribe: sentirse
libre en la cárcel de su ser mismo (ver pg.64).
El tiempo,
que el poeta nos expone en esta segunda parte, es algo más que tiempo cronológico,
es el camuflaje “de hechos cotidianos, de
pequeños accidentes impalpables/ que poco a poco nos devuelven a la vida”
(pg.68). Ese tiempo, se transforma en droga de la noche que “vuelve/ con su dosis exacta para hundirse/
en la tinta sedienta de palabras/ y con ellas iniciar sobre el papel/ su viejo
ritual de apariciones” (pg.69). Es en la noche y en sus silencios donde “todo lo que no soy yo-dice el poeta- llega a
mí y me señala” (pg.70).
Este tiempo
ideal reafirma, se encuentra en el recuerdo, y el poeta lo sabe, considerándolo
un “peso invisible”, un “extraño pasajero” con el que se “viaja hacia el ayer, /sentado en un asiento
de tercera” (pg.75). Sí, el recuerdo, ahora memoria, que el yo literario
reclama: “Ven,…, habítame, /olvida ya sus
ritos fúnebres/ y dispón sobre la mesa/ ese ceremonial de exhumación/ con el
que invocas a los muertos.//….// Habla,…, cuéntame/ otra vez mi vida…” (pg.
77). Porque es en la memoria, dice el poeta, donde hay que crear la realidad
(el mundo ideal). Así, con el más puro instinto platónico indicará que “aquí solo es posible: allí tan solo puede
ser real” (pg.78). Para el poeta todo es reflejo: “las llamas sobre el juego de té…// El sol sobre tus gafas…//…//mi pálido
fantasma en la pantalla…” (pg.81) A pesar de todo, en este vivir imaginado,
soñado, siempre hay un día después, “un
instante en el que gira el mundo//…y nuestra mirada encuentra al fin otra
mirada, / y la vida logra de este modo detenerse, /y el corazón puede por un
tiempo descansar” (pg.82). Ese es el corazón que el poeta del misterio y
del terror romántico, Edgar Allan Poe, entrega “al que va a nacer” (pg.83). Porque el poeta está naciendo a una
nueva forma de crear y mirar lo que le rodea.
Junto al tiempo,
los sueños, esos que los poemas emplean (pg.71), esos donde el poeta está “sumergido” y desde donde tiene que
emerger y “salir afuera” a rescatar (¿la
intuición poética?). El sueño del poeta le lleva a considerar la realidad centaurina
de ser hombre-animal. Un binomio que el yo literario subraya al decir “que siga durmiendo / el antiguo animal que
me habita /para que, cuando logre salir, / sea yo también el que salga/…/ y alguien
dirá que nos vio/ claveteando de pasos la noche, fundidos en una sola montura”
(pg. 85). Estos versos recuerdan la imagen de Sagitario donde el instinto y la
razón traban una lucha constante. Será esto lo que quiere decirnos el poeta,
que hay que superar esa lucha donde la razón (parte de la realidad) quiere
sofocar el instinto –la intuición-. Por esto, en esta segunda parte del
poemario, importa soñar, intuir, dar luz a la razón ideal. El poeta sueña,
imagina lugares “que, de tanto imaginarlos,
/ poco a poco se desplazan, / hasta aparecer un día/ en otro punto del espacio.”
Es vital estar “donde otros nos sueñan/ y
nunca estemos aquí/ donde nadie nos nombra” (pg.87).
Termina la
segunda parte con un “aviso a navegantes”
donde la realidad nombrada es el silencio, ese lugar existencial, donde el
poeta sabe “no decir”, y aprende “a
escribir…/ a yacer callado en las palabras.” Esta es la esencia de la
creación, este es el hábitat del poema: El silencio, “donde los pájaros se posan/…/ con la emoción apenas contenida/ de
aquello que está a punto de decirse” (pg. 90).
Esto es Ultramor,
un haber de ausencias, de batallas, de paisajes nevados, de suburbios “donde duermen los niños vagabundos”, un “museo muy blanco del que escapa/un pequeño ladrón
de guante negro/que lleva bajo el brazo tu retrato” (pg.93). Ultramor,
la historia de un deseo poético que lucha entre el aquí y el allí dejando
que el sueño frene el chronos, permitiendo
que el ser nuevo surja hasta que la luz interior gane. Así es ese ser de “ojos que no ven”, el poeta, capaz de
mirar otra realidad (imagen). Alfonso
Brezmes lo sabe. Sí, sabe que el tejedor de palabras-el poeta- tiene un “corazón que presiente”, que intuye, por
encima del tiempo, dejando que la realidad ikónica
–presentida- supere a la propia realidad. Este hecho se da a entender en los
versos de Ultramor haciendo ideal, bello, todo lo que mira.
Brezmes ha
trazado en este libro un gran poema sobre el hecho mismo de la creación. Al
contrario de John Keats, en su “belle
dame sans merci” (mujer sin piedad)
donde el amor y la muerte están siempre presente, nuestro poeta resuelve con
sus versos lo terrible del “aquí” con
la esperanza de la luz, con la palabra escrita. Esto hace que esa realidad imaginada
(ver pg. 58) mantenga al poeta en constante vigilia, despierto, recreado el Jardín
primigenio, dándole sentido a vivir. Se recomienda Ultramor a todos
aquellos que perdieron la ilusión y dejaron que sus sueños murieran en el ruido
del aburrido cotidiano.
ULTRAMOR. Alfonso Brezmes. Editorial Renacimiento. 2017