Nunca pensé que los carnavales me
llegaran tan hondo, como ayer viendo la tamborrada. Y no era por los Carnavales
en sí- que siguen sin gustarme- o por el tamborileo
de las comparsas, sino por la felicidad impresa en los ojos de Rodrigo. A él le
encantan los instrumentos, y si hacen mucho ruido mejor. Por eso mismo, la
percusión de los carnavaleros le atraía
como si el alma de Pedrito Martínez le hubiera poseído. Jamás hubiera aguantado los decibelios de unos altavoces a
poca distancia y menos, en una plaza no muy grande. Pero Rodrigo quería verlo todo, casi
tocarlo, con un gozo poco normal en niños de dos años, como él. Y fue este ver la alegría en el rostro de mi hijo lo que me hizo cambiar el “chip”. En realidad, el “chip” hace tiempo que lo he empezado a cambiar.
Ahora le ha tocado el turno a los Carnavales. Insisto, esto de disfrazarse
nunca me ha gustado. Mi disgusto carnavalero puede venir por ese no soportar otro
disfraz diferente al propio, ese con el que convivo todos los
días. En fin, el entusiasmo de Rodrigo me mantuvo, sin protestar, hasta casi el
final. Y me dejé llevar por el ritmo frenético de unas comparsas que anunciaban
la definitiva quema del Mari-manta.
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