Martes de Carnaval, día de
frontera entre los ritos de la carne y los del espíritu. Un día en el que se
entierra la fiesta y se duele el hombre de los excesos para entregarse, a
partir de mañana, miércoles de ceniza, a la reflexión y a la penitencia.
Así se plantean estos días en el
mundo cristiano del mediterráneo occidental acentuando ese sentido del mal y el
bien. Este sentir no es muy diferente a la visión del zoroastrismo donde el mal de Ormuz
era suprimido por la espiritualidad de Ahriman. Mal y bien, una doble cara de la vida que tiene consecuencias, a otros niveles, en la actitud maniquea de lo bueno y lo malo
como algo irreductible. Una prueba de “lo maniqueo” la tenemos en el
comportamiento de algunos gobernantes, sobre todo en aquellos que, en su corta
visión de lo político, disfrazan su memez con la falacia del “tú más”.
Martes de Carnaval, día de paso,
de cambio de disfraces, de paisaje urbano en estas latitudes de las tierras meridionales.
Un día en el que se “entierra la sardina”, cúmulo de todos los males, dejando
a un lado el color vivo y fiestero de los días de “la carne”, para vestirse de morado
y negro. Una reducción del color que las siempre vivas cofradías medievales de
la Semana Santa se encargaran de procesionar, estos días, por las calles de nuestros
pueblos.
Martes de carnaval, un día intermedio entre la explosión vital de pases callejeros de murgas y comparsas y el dolorismo de la imaginaría trágica del
cristianismo con los Pasos procesionales acompañados de "nazarenos", otros disfrazados de capucha en ristre.
Martes de Carnaval donde la “mística” de la fiesta se
cierra para dar paso a la mística espiritual del mundo devoto de los recuerdos
de la Pasión. Un día, este, en el que se cambia de ritual como una necesidad del hombre que, por encima de la monotonía aburrida de lo cotidiano, quiere vivir o, mejor dicho, sentirse vivo.
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