Bajar al trastero es directamente
proporcional al lugar donde habito. Las antípodas son el paralelo perfecto para
recordar la redondez del equilibrio. Bajar
a los lugares estrechos de la memoria es un acto de modestia que las ansias de
vivir no siempre te permiten. Cuánto tiempo se tarda en reconocer que la figura
se hace nada en el descenso. Se deshace. Y que bajar supone abrir la puerta que no se quiere y la carne te reclama
y el espíritu se rebela. Cuánto abandono se puede descubrir en ese punto
interior, oscuro con el que no quiero toparme. No hay misericordia en estos encuentros.
No es fácil abrir la puerta de este trastero que almacena la sombra de lo que
soy. Qué rápido late el corazón cuando te acercas al punto cero. Porque la agonía
de saberte es la angustia de morirte en cada espacio afirmado. Y al bajar se abre con el valor del cobarde,
con miedo, como el del preso que no sabe de cielos. Cuántos trasteros esperando
abrirse, cuántos por cerrar. Los sonidos se acumulan en una extraña sinfonía. Sonidos
del tiempo, de todas las tardes que tienen nombre y se esconden y se confunde
con el motor del agua, o con los perros callejeros. Bajar no es una aventura es el movimiento de los graves que buscan
su centro, el punto negro, que después se olvida. Porque las tardes tienen ese
sentido pasajero que terminan por dejar tu perfume prendido en el revés de las
manos. Bajar a este o a cualquier trastero
con la lentitud líquida de los minutos que permita el cálculo exacto de las
distancias que median entre los ojos y los dedos, entre la palabra y la cara
oculta de la luna.
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