Vivo donde los peldaños se acaban, en el
último piso donde lo pies pesan y la ropa y los ojos. En esa altura donde la libertad
tiene nombre de llegada. Porque la libertad se nombra como una pintada de
protesta, ajena al mecánico del ascensor que siempre me deja una nota amarilla
de arreglos. En esta altura, donde los sueños luchan contra el desencanto, en
esta altura de todos los momentos, de las
vigilias todas. Me callo. Porque las mediodías de agosto son silenciosas. Callo, ante
la nota de los arreglos que el
ascensorista me deja. No quiero entorpecer la palabra. Y en este habitáculo de altura,
no hay escapatoria para que el ascensorista me deje la hoja del arreglo. Y en este
dejarme una nota,lo
invento. Aunque no tiene sentido inventar al ascensorista y su nota, molesta y acostumbrada nota de los arreglos, esa que siempre me deja. Y como ante un espejo, guardo
silencio delante del mecánico del ascensor. Me pregunto cuáles son mis desarreglos pero el espejo refleja, como un eco lejano, algunos silencios, otras torpezas y los jaques del
destino. Después, llegas y me abrazas sin impedir este crecer a solas, a la
intemperie, en el último piso donde el ascensorista llega, siempre con su nota. Aquí, donde no quiero agostar nada de este agosto que
amenaza lluvias. Y sigo en silencio. Ahora, pienso que todo está orden, los sueños, la libertad. Sigo en el último piso, sin nota de arreglos. Donde vivo, donde los peldaños se acaban pero no las ganas de vivir.
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