Aprendí a mirar, con cierta sinceridad, junto al lecho de muerte de mi padre. Sí, comencé a ver desde sus ojos la realidad más sencilla, la que se nos escapa porque no interesa y duele. En aquel momento, mi padre me miró sabiendo que no había
derrotas sino la vida en cada presente plantado. Fui consciente del cifrado signo que contenía aquella mirada. A pesar de todo, me cuesta mirar, aceptado, las rebeldías que no sucedieron y la injusticia que permanece, como una herida en el camino. Por esto, ahora, retomo la tarde, ese punto de
vigilia que anhela otro día, ese sello de agua que arrastra silencios, atreviéndome a mirar la esquina que nadie quiere, la
realidad de la que, a veces huyo hasta arderme el alma, la mentira que guardo en el baúl de las verdades privadas. Y en esta unción de soledad que algunas miradas tienen, salto por encima de torcidos pensamientos que intentan abatirme sin lograrlo. Sí, miro la historia de todos los cansancios, de las alegrías irredentas, hasta hundirme en la llaga del poema que
deja sencillos versos entre las páginas de cada instante.
* Las cursivas son versos de Las siete vidas del gato. Imcrea. Badajoz. 2009
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