Sujeto al paralelo de Greenwich,
acompaño
la vida, esta vida lacerada, para que las horas
lluevan exactas sin mojar el alma y todo transcurra
sin retrasos, aunque la memoria
traicione el presente.
La memoria, esta torpe memoria, pasea
ansiosa
entre el pasado y el futuro, sin poder
esquivar
las preguntas molestas, ese interrogatorio que apaga
la luz
y, sin remedio, me engulle en el agujero negro de los días.
No puedo reclamar la eternidad
cuando la carne se aplasta
en el fango. La pasión adorna este
decorado cotidiano
que la religión no comprende.
Pasión de risas y llanto,
que amamanta sangre y sobrevive
en esta selva de ególatras.
Luego, siempre luego, la conversación
de todo y nada,
de lo simple y lo importante
hasta dejar limpio el cristal
de las guerras. Dónde está el
alivio de esta ceguera
que me dicta el sacrificio.
Por qué vivir a imagen de mí y de mi sombra. Por qué
el hijo pródigo es un maldito, y
Caín vive en el destierro
y los puros son héroes. Nadie me
mira, sigo en la penumbra.
Solo tengo ojos para mis ángeles,
los únicos que me soportan.
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