Llueve, llueve tanto que la gente
corre y se agolpa
en las calles con la ceguera propia de quien teme
un peligro. Llueve. Los vehículos se parapetan
tras los semáforos. Una guerra de poder.
El tambor del miedo suena entre las ruedas.
Un paso de peatones vomita gente en todas las direcciones.
Hay un hambre insaciable de libertad en los pasos que se cruzan.
El olor a café invita a entrar en los garitos abiertos de la avenida.
Un aire familiar recorre la acera. El griterío de los niños,
en el patio de un colegio cercano, pone un punto de color
a la mañana. Y en medio de este infierno, de sonidos y sabores,
me siento como nota en el núcleo de un compás. Una canción
rebelde de cuatro tonos. El mensaje es directo, tiene pocas letras
en esta estrofa de la mañana, una pesadilla.
Me escapo entre las sombras del asfalto y multiplico los sueños
en el chapoteo de los charcos. Rompo así con la monotonía
del silencio. Miro al cielo y éste me devuelve el eco del agua.
No deseo confundir el tiempo con la prisa ni la conciencia
con el perdón en estos versos de cristal que reflejan el otoño.
Pierdo el sentido de la ausencia encendida en la memoria
al traducir el lenguaje de la lluvia.
Y doy gracias al aire y a las voces que me empujan a leer
esta sintaxis de la calle y sus ruidos, este emigrar de los sentidos
que se afirma en el poema. Y no hay sangre sino ideas
que vienen y van emulando el giro de las aves
atrapadas en el viento.
Llueve, llueve tanto que el agua entra por todos los rincones
del paraguas.
en las calles con la ceguera propia de quien teme
un peligro. Llueve. Los vehículos se parapetan
tras los semáforos. Una guerra de poder.
El tambor del miedo suena entre las ruedas.
Un paso de peatones vomita gente en todas las direcciones.
Hay un hambre insaciable de libertad en los pasos que se cruzan.
El olor a café invita a entrar en los garitos abiertos de la avenida.
Un aire familiar recorre la acera. El griterío de los niños,
en el patio de un colegio cercano, pone un punto de color
a la mañana. Y en medio de este infierno, de sonidos y sabores,
me siento como nota en el núcleo de un compás. Una canción
rebelde de cuatro tonos. El mensaje es directo, tiene pocas letras
en esta estrofa de la mañana, una pesadilla.
Me escapo entre las sombras del asfalto y multiplico los sueños
en el chapoteo de los charcos. Rompo así con la monotonía
del silencio. Miro al cielo y éste me devuelve el eco del agua.
No deseo confundir el tiempo con la prisa ni la conciencia
con el perdón en estos versos de cristal que reflejan el otoño.
Pierdo el sentido de la ausencia encendida en la memoria
al traducir el lenguaje de la lluvia.
Y doy gracias al aire y a las voces que me empujan a leer
esta sintaxis de la calle y sus ruidos, este emigrar de los sentidos
que se afirma en el poema. Y no hay sangre sino ideas
que vienen y van emulando el giro de las aves
atrapadas en el viento.
Llueve, llueve tanto que el agua entra por todos los rincones
del paraguas.
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