Cómo sofocar
tanta impiedad
en la línea del deseo.
No hay nada que hacer cuando la incertidumbre
acecha
entre el instinto y la razón. Quiero arrancar esta espada
de Damocles que me tiene asido al borde impío
de las horas. Ha llovido, los caminos se han
anegado.
Gritar no importa. La voz está rota.
Y en esta vigilia, que mantiene abierta
la herida, hay
tanto dolor que ya no duele.
Preso del infortunio el verso se nubla.
Preso del infortunio el verso se nubla.
Las miradas
dejaron de ser cómplices.
Unas, se pierden entre los muros;
otras, hacen eco, ruedan
entre los muebles
de la casa, como almas perdidas.
El presente se hace fuerte,
guarda la vida
cerrando la puerta de otros paraísos.
Nada es ideal en este cotidiano
de soles a medias y frío de otoño.
Asisto al duelo de la pérdida, a la triste
visión
de los deseos frustrados. Hay ángeles
que me sostienen de pie; sonríen,
empujándome
a la risa; me hablan,
haciendo que recomponga el verbo
en estos versos de
cristal.
No hay tiempo para perderse
en el laberinto del “fatum”, solo
instantes
para amar lo cercano. Y en este deseo,
de amor sin palabras, la espada se aleja de mí.
Revivo entre lo sencillo, entre las cosas simples
las que se olvidan, las que están en la sombra,
las que no tienen nombre. Esas cosas sencillas
que me devuelven la memoria en medio de la angustia,
que me devuelven la memoria en medio de la angustia,
las que clarifican cuando todo está a punto
de perderse; esas pequeñas cosas que te nombran
y me nombran en medio de este barrizal
que las tormentas
han dejado.
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