Lento se despierta el día. La luz
lame las paredes despejando
la guadaña de las sombras. Y en
este acoso de grises y perezas,
los recuerdos se amontonan
envueltos en sonidos de la calle.
La memoria juega a regresar al
punto cero. Hay mucha soledad.
Las sonrisas no llegan y la palabra
golpea las paredes.Todo se repite
con la mecánica vertiginosa de la prisa. Se marca la distancia
de los cuerpos. No basta los buenos días, ni el sabor del café,
ni las tostadas a punto de quemarse. Hay tanta ausencia.
Libros desplegados; un punto rojo
en los sábados de octubre;
recordatorios de visitas; marcas en
las hojas pares de un libro
por comenzar. Todo descolocado,
parecido a la maqueta
de un jardín inglés. No hay dentro
ni fuera, hay caos.
La carne reclama el suicido de las
formas, el comienzo de otra
secuencia. Todo tiene ese apresto
falso del ir sin saber a dónde.
Hay que parar esta inercia sin
sentido. El deseo retoma el color
de la vida. Duele el parto de lo
infinito en este límite de la carne.
En esta lucha no hay tú ni yo, solo el deseo de alcanzar
el silencio de las cosas, esas que
no se nombran,
las que impiden decorar las aguas
insaciables de Narciso.
Hay mucha fuerza en la sangre, alas,
en este anhelo de vivir.
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